martes, 6 de abril de 2010

Lela

Tenía pelo castaño oscuro, rulos grandes y firmes, a fuerza de ruleros. Llevaba anteojos con vidrios verdes, que se sentaban sobre el escalón de su nariz. La boca pintada de rojo intenso, un rojo que daba marco a su sonrisa y que descubría el espacio tan particular que habían dejado sus paletas al crecer. Un tapado de paño verde y negro la acompañaba desde hacía varios inviernos, tan grueso como sus lentes. Por debajo de sus mangas asomaban los puños de un pulóver negro, muy finito. Sus pantorrillas flacas, envueltas en medias de nylon, sostenían su gran porte. Grandota, era grandota.
Lela, para mí. Leontina Dora Marino, para los remitentes. Leonta, para sus vecinos. Patrona, para mi abuelo. En fin, era mi abuela.
Parada con una mano abrazada a la otra, así la encontraba cuando la puerta de mi jardín se abría, esperandome para llevarme a su casa a tomar la leche. Luego del beso intenso, comenzaba la inspección de manchas y desarreglos. Tironeaba de todos mis bordes, para más tarde llevar el pulgar a su boca y………zas!, comenzaba la lucha entre su dedo ensalivado y alguna manchita inocente, que había llegado a mi carita en esas tardes de témperas y crayones. Una vez que me encontraba estirada y desmanchada, sacaba del puño un pañuelito arrugado (como quién tiene un as en la manga), y con la ayuda de sus dedos en pinza, amasaba mi nariz con la simple misión de encontrar algún habitante que, para su pulcritud, era realmente indeseable. Otro beso (tan intenso como el anterior) coronaba la sesión, que concluía con la entrega del turrón de bienvenida.
En el colectivo, que siempre tomábamos vacío, nos sentábamos en los dos primeros asientos (eran su predilección). Luego, agarraba mis manitos, y las frotaba vigorosamente, junto a las suyas queriendo darme calor.
–Siempre tenés las manos frías – me decía.
Peleándose con las leyes de la naturaleza, ponía mis manos en el bolsillo de su tapado, una vez guardadas, acomodaba su brazo por encima, asegurándose de que ningún chiflete atrevido las rozara. Entonces sí, estaba tranquila. Luego volvía su mirada a mis ojitos. Y emprendíamos el viaje de vuelta…

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